El sargento
por Elbio Firpo
A las cuatro de la mañana empezó a llover. Las gruesas gotas salpicaban el patio abandonado y resonaban sobre las hojas. La tierra en las macetas sorprendida por el embate líquido, saltaba pulverizándose.
La lluvia golpeaba sobre el ventanal con violencia creciente. Pronto el agua corrió por la azotea y se introdujo por los caños. Se oía un ruido hueco y torrentoso como el de bocas gigantescas que se atoraran en un intento sediento.
En la biblioteca se habían retirado mesas, sillas y antiguos muebles conteniendo libros, en su lugar el cajón de madera lustrada con su tapa definitivamente cerrada. Una inscripción plástica con un error ortográfico se despegaba en los bordes: «Sgto. Heibel Martínez Moreno».
El viejo Sargento había conseguido su propósito. Quince años atrás lo habíamos visto por primera vez frente a un cenicero, hecho con restos de un pistón, rebosante de yerba y de colillas. Sus manos sostenían el mate y una botella de ginebra permanecía atenta a mantener el vaso lleno.
Era un Sargento Técnico Especialista retirado a sus recuerdos desde una decena de años. Muchas cosas oímos hablar de él, buenas y malas, pero de una sola cosa estoy seguro, quería a la Fuerza Aérea con el mismo amor que mucho más tarde aprenderíamos a quererla nosotros. No había salido de Boiso Lanza y en un largo tiempo de contacto con pilotos casi sabía cómo volar un avión y acaso el mismo estuviese convencido de que así era.
La estufa e leña chisporroteaba sus gruesos eucaliptus. Entonces escuchamos asombrados las primeras historias aeronáuticas. Para quienes recién hacíamos nuestras primeras armas en la aviación la palabra del Sgto. Heibel tenían algo de mágico. Así supimos del F-51 y el B-25, del AT-6 y del Chipmunk, de las hazañas de hombres que no conocíamos o que apenas habíamos oído hablar de ellos. La habitación caldeada, el mate, la ginebra, las confidencias profesionales, los secretos que con la consabida frase «esto te lo callás» surgían de le boca siempre amena de Martínez Moreno.
A menudo, en la misma biblioteca, provista de caras ediciones, Martínez Moreno extendía sobre una parrilla puesta sobre el hogar tres o cuatro tiras de asado que goteaban su aroma. Pasada la medianoche las guitarras sonaban en la casa y filtraban a la noche un hálito amistoso.
A medida que pasaron los años las historias de Moreno se fueron confundiendo con las nuestras, próximos a empezar a volar podíamos hablar con más propiedad acerca de aviones y pilotos.
En ocasiones solía excederse, como una tarde en que tomó los controles de un T-6 en medio de una tormenta y luego de ponerlo en el rumbo, que el piloto había perdido, le dijo: «Bueno, ¿Ve? allá adelante está Mendoza. ¡Mantenga ese rumbo!».
Cuando los temas no eran estrictamente aéreos se escondía en un silencio huraño y tan solo sus ojos inquietos se movían permanentemente hasta que por fin se hablaba de la Fuerza Aérea, entonces Moreno parecía despertar y nos «amasaba» con sus viejas historias. Quizás era de otra Fuerza Aérea, o de la misma pero que nosotros no conocimos. Una época heroica en que la competencia entre cazadores, transportistas y bombarderos se contagiaba entre el personal de los grupos, cuando se combatía el mal tiempo con instrumentos de la segunda Guerra Mundial. Cuando los B-25 cargados de historia pasaban rozando nuestra Escuela y los F-80 en un sólo rugido, atronaban sobre al eje de los desfiles y los «Mustangs» defendían su veteranía con la fuerza de sus cuatro palas enormes.
Seguía lloviendo. De las habitaciones solo algún somnoliento suspiro llegaba a mis oídos.
Había querido al Sgto. Heibal con un afecto que los años y ahora su ausencia me hacían valorar. Quizás porque entre la gente estábamos solos y muchas veces sin hablar nos entendíamos.
Ahora volvíamos a estar solos.
La lluvia era una espesa cortina corrida sobre los años. Se habían apagado de la estancia los tiempos felices como los años que Heibel amontonaba en la tardecita y se enfriaban en la madrugada. Pero ya no habría tras foguero capaz de volver a encenderlos.
Con Heibel se iban un montón de cosas viejas pero queridas. La entrada a «Mendoza» defendida por un panzudo F-5l y más allá, entre el cinc de hangares primigenios, las siluetas de los aviones recortándose en las mañanas. Les callejas adoquinadas donde el calor del verano no llegaba atemperado por la sombra de gruesos árboles.
Allí se asomaban las puertas de los gabinetes médicos con sus misteriosos aparatos y la silla giratoria centrando la atención de los asombrados postulantes.
Acaso entonces, un Sargento madrugador cebara un mate y encendiera un «pucho» de tabaco negro.
Amanecía. Con los primeros ruidos domésticos la casa pareció despertar de su indiferencia.
Dejé la biblioteca y salí a la calle.
Al alejarme las gotas de lluvia aún se apresuraban en los faroles.
El Sargento volvía a quedarse solo.